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Evadir y eludir para sobrevivir.

Colombia ha cruzado una línea. La línea que separa a un Estado que recauda con propósito, de un Estado que extorsiona con descaro. En esta nueva realidad, el tejido empresarial nacional -el verdadero sostén de la economía, de los empleos, de la dignidad productiva- está siendo llevado, no por gusto, sino por supervivencia, a adoptar un nuevo mantra: evadir y eludir para sobrevivir. No como delito, sino como defensa. No como estrategia, sino como instinto de conservación.

Y no es para menos. La embestida tributaria que se avecina, ya explícita en los discursos, en las reformas, en los presupuestos y en los caprichos del régimen, es el último clavo en el ataúd de la confianza empresarial. Colombia está gobernada hoy por un sátrapa socialista, encantador de incautos, embustero profesional, populista de manual, desconectado de la realidad productiva, cuya única especialidad parece ser destruir para luego intentar reconstruir a su imagen y semejanza.

Nos gobierna un hombre que jamás ha generado un empleo. Que no sabe lo que es construir empresa. Que no entiende el sacrificio detrás de cada nómina pagada, de cada factura emitida, de cada inversión arriesgada. En cambio, vive de la teta del Estado, como tantos otros que se autodenominan “estadistas”, pero que en realidad son parásitos profesionales. Sanguijuelas del presupuesto nacional. Depredadores de lo que no han construido. Como esas enfermedades venéreas que permiten al huésped seguir vivo, en condiciones precarias, sólo para seguirse alimentando de él.

Mientras tanto, los empresarios, los que sostenemos la economía, que aportamos el grueso de los ingresos tributarios, que contratamos, que exportamos, que invertimos, somos tratados como enemigos, como evasores, como culpables de un sistema fallido. Se nos castiga con impuestos crecientes, con normativas absurdas, con discursos hostiles, con señalamientos públicos. Se nos empuja, poco a poco, a tomar decisiones críticas: salir del país, reducir de tamaño, acogerse a mecanismos agresivos de planificación fiscal o, en el peor de los escenarios, desfinanciar colectivamente al Estado. No como ataque, sino como autodefensa.

Y cuidado, que eso sería un tiro en el pie para todos. Porque si bien es cierto que el empresariado puede resistir, reorganizarse y reinventarse en otros entornos, lo que queda aquí, en esta tierra, será un país inviable. Porque los Estados no se sostienen en la fantasía de discursos ideológicos y mamertos -revisen lo que sucede en Francia o España-. Se sostienen sobre la fuerza productiva de sus empresas. Destruir esa base es cavar la tumba del país mismo.

La falla es estructural. Es cultural. Y es profunda. Un gobierno que demoniza al sector privado, que pone a pelear a los que producen contra los que reciben, que premia la ociosidad mientras castiga la productividad, es un gobierno que no merece llamarse democrático. Es, más bien, una maquinaria de saqueo institucional, con fachada de “transformación social”, y alma de expoliador en jefe.

A este paso, no es que el empresariado no quiera contribuir. Es que no podrá. Y cuando eso pase, no habrá relato, ni decreto, ni reforma, que salve a este Estado moribundo.