
La seguridad al garete.
Si bien el gobierno actual parece empeñado en hacer exactamente lo contrario a dignificar a la Fuerza Pública, pues la deslegitima, la arrodilla, le retira herramientas operativas, la convierte en chivo expiatorio de sus complejos ideológicos, lo que aquí vamos a exponer no es un fenómeno exclusivo de este régimen socialista que nos quieren imponer. Es una realidad que se arrastra desde hace años, con diferentes gobiernos, colores y discursos. Eso sí, bajo esta miserable administración se ha exacerbado con un descaro sin precedentes.
Porque mientras desde el comodo escritorio se pontifica sobre reformas y discursos sofistas de paz total, en las calles, en los barrios, en los territorios, el relato es otro: precariedad operativa, abandono institucional, e indiferencia presupuestal. La Policía Nacional, garante natural del orden público urbano y de la seguridad ciudadana, opera hoy con las uñas. Literalmente.
Hablemos claro. En las ciudades, la estructura de la Policía Metropolitana se fragmenta en cuadrantes y CAI que en teoría deberían cubrir con efectividad cada rincón del territorio. Pero en la práctica, lo que encontramos son estaciones con dos o tres agentes por turno, con apenas una moto operativa, sin gasolina suficiente para patrullar, sin recursos para responder con prontitud, y lo más vergonzoso, asumiendo de su propio pecunio los costos de agua, luz o reparaciones menores de las instalaciones. Literalmente: nuestros agentes de policia pagan por trabajar.
La ciudadanía reclama seguridad, convivencia, reacción inmediata. Y tiene derecho. Pero exige todo eso sin dimensionar que los agentes que deberían protegernos enfrentan turnos extenuantes, vehículos inservibles, y presupuestos limitados a un par de galones diarios de combustible. Peor aún: cuando hay daños en los CAI, filtraciones, goteras, fallas eléctricas o cortes por mora en el servicio, son los propios policías quienes sacan la billetera. Mientras tanto, el Estado central les recorta recursos y los municipios los ignoran. ¿Qué sentido tiene esto?
Estamos frente a una cadena de negligencias: un Gobierno Nacional que desfinancia sistemáticamente a la Fuerza Pública en nombre de una ideología que la desprecia, y unas administraciones locales que se lavan las manos argumentando que no es su competencia directa. Pero la seguridad ciudadana sí es responsabilidad municipal, y si el Gobierno no cumple, la autonomía territorial debería activarse. Así de simple.
La solución es tan viable como sensata: promover acuerdos municipales que garanticen, con recursos propios del municipio, el pago del agua y la energía de cada CAI, subestación o estación de policía. En el 90% de los casos, las empresas de servicios públicos son mixtas, con participación del municipio. Y en el resto, las relaciones operativas permiten pactos interinstitucionales. Si el sistema judicial obliga a las empresas a garantizar servicios en asentamientos ilegales invocando derechos colectivos, ¿Cómo es que no se hace lo mismo con las instituciones que garantizan la vida, honra y bienes de los ciudadanos?
Aquí no hace falta más plata, hace falta voluntad política. Hace falta sentido común. Hace falta, sobre todo, respeto. Porque lo que no puede seguir ocurriendo es que los policías de Colombia tengan que pagar por cuidarnos. Que se conviertan en financiadores forzosos del Estado, mientras los violentos, los vándalos, los corruptos y los improvisadores gobiernan tranquilos desde escritorios climatizados.
Urge una acción colectiva, local, sensata y firme. La seguridad no puede seguir dependiendo de héroes anónimos mal pagos, maltratados y olvidados.
Y la pregunta final es incómoda, pero necesaria:
¿Quién protege a los que nos protegen?
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