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La trampa semántica

Cuando un régimen quiere alterar los cimientos institucionales de un país, no empieza por disparar fusiles: empieza por manipular el lenguaje. Cambia los significados, distorsiona los conceptos, juega con los símbolos hasta que la ciudadanía no sabe si está marchando por un derecho o cavando su propia tumba. Eso es exactamente lo que está ocurriendo hoy en Colombia.

El actual gobierno, encarnado en su ala más doctrinaria y radical, ha desatado una operación semántica de amplio espectro, diseñada para barnizar con tintes democráticos una arremetida contra el Estado de Derecho. En el centro de esta estrategia se encuentra el tristemente célebre Eduardo Montealegre, exfiscal deslegitimado y hoy ministro de Justicia de una administración que ha convertido la mentira en doctrina. Montealegre, con su oratoria envolvente y su historial cuestionable, promueve ahora la figura de la “Asamblea Popular”, un eufemismo peligroso, un caballo de Troya institucional que busca disfrazar de participación ciudadana lo que en realidad es el preámbulo de un golpe constituyente.

No se trata de una reforma. Se trata de una sustitución. No es una conversación democrática: es una estratagema. Lo que esta administración desea es lo que ya se ha hecho en otras latitudes: conducir al pueblo, como el buey que es llevado por su argolla, sin comprender el propósito, sin entender el destino, sin poder siquiera beneficiarse del trayecto.

Pero esta vez no. Esta vez, Colombia ya entendió por dónde va el agua al río.

La “Asamblea Popular” que promueve este gobierno no existe como figura constitucional. No tiene reglas, no tiene quórum, no tiene límites. Es un teatro político: una escenificación deliberada para sembrar la percepción de que existe una voluntad general por fuera de las instituciones, que debe prevalecer sobre la Carta de 1991, sobre el Congreso y sobre las cortes.

¿Y cuál es el siguiente paso de ese libreto? Convocar una Asamblea Constituyente ilegítima, que aproveche el clamor artificial de la calle para dinamitar la arquitectura institucional que ha sostenido a Colombia durante más de tres décadas. Es una estrategia bien conocida por quienes han estudiado la historia reciente de América Latina, África y Asia. Y es una estrategia que siempre, sin excepción, ha terminado en autoritarismo, represión y ruina económica.

Venezuela es el caso más cercano y doloroso. En 1999, Hugo Chávez convocó una Asamblea Constituyente supuestamente originada en la “voluntad del pueblo”. En 2017, Nicolás Maduro repitió la jugada, ahora con una “Asamblea Nacional Constituyente” sin reglas democráticas ni control institucional. Resultado: disolución del Congreso legítimo, concentración total del poder y aniquilación del orden jurídico. La democracia venezolana no murió por un golpe de Estado militar; “murió en nombre del pueblo”.

En Egipto, tras la Primavera Árabe, el entusiasmo popular fue instrumentalizado por los Hermanos Musulmanes, que impusieron una constitución teocrática mediante una constituyente amañada. En Tailandia, las “asambleas reformadoras” fueron simples fachadas del poder militar, que terminó instaurando regímenes represivos bajo el disfraz de transición democrática.

Incluso en Túnez, que logró cierto éxito, el proceso constituyente fue tenso, largo y plagado de riesgos. Lo que en otros países terminó en caos, en Túnez se salvó por una mezcla de negociación política, presión internacional y sentido común. Ninguno de esos factores está hoy en Colombia.

La Constitución de 1991 no es perfecta, pero es el último gran pacto político nacional. Es la base del Estado Social de Derecho, de las libertades individuales, del equilibrio de poderes. Es también el marco que ha permitido resistir al populismo y al caudillismo.

Este gobierno, sin embargo, no la respeta; la menosprecia; la trata como un obstáculo. Lo que Petro y su séquito desean es escribir una constitución a su imagen y semejanza, una que concentre el poder, que elimine contrapesos, que debilite la empresa privada, que desacredite el capital, y que instituya un modelo estatista, confiscatorio y autoritario. En pocas palabras: quieren refundar Colombia como una república socialista del siglo XXI.

A la izquierda irresponsable se le dio la oportunidad de gobernar. Y lo que hizo fue deshilachar el país, destruir su confianza, desfondar su economía y socavar su democracia.

La historia los juzgará. Y nosotros, hoy, debemos impedir que terminen el trabajo.